La Ley Natural
La Ley Natural establece que existen unos preceptos normativos que surgen de nuestra mera existencia. Ésto es, el hecho de existir conlleva consecuencias. Por ejemplo, el rechazo de lo contrario, la no existencia -dar muerte- y, con ello, preservar la vida. Estoy hablando de un concepto terriblemente abstracto sobre el que se han escrito ríos y ríos de tinta. Santo Tomás -estudie en una facultad tomista, qué le voy a hacer- era un tipo listo, y estableció de forma más o menos canónica unos preceptos:
1. En tanto que sustancia existente el ser humano tiende a conservar su propia existencia.
2. Como animal el ser humano está diseñado, o más bien destinado, a procrear.
3. Como animal racional, el hombre comprende la verdad y es capaz, por ello, de vivir en sociedad.
Además, la Ley Natural es, desde el momento en que es obvia nuestra existencia y de todo lo que nos rodea, evidente, universal e inmutable. Elemento clave de la teología cristiana, al establecer que el fundamento último de la existencia es Dios, y por lo tanto también de la Ley Natural, ha sido históricamente base para el derecho occidental. La autoridad de los gobernantes, que antiguamente concentraba tanto el poder religioso, como el ejecutivo, legislativo y judicial, venía de Dios. Si querías montar todo un tinglado legal de forma ajena a los desmanes de un tirano, debías fundamentarlo en las mismas bases.
Pero lo que para el teólogo italiano resultaba intuitivamente inefable, para otros resultó ser un producto de la razón humana. De hecho, si bien las leyes de la termodinámica establecen que la energía ni se crea ni se destruye, sino que se transforma, dejando bien claro que lo que es no deja en ningún caso de ser en esencia -atómica, al menos-, sí admite que cambie de forma. La muerte no es más que un cambio de forma de la sustancia física. Y el alma, puestos a teorizar, tampoco se destruye con el asesinato.
El universo es violento, aunque nunca aniquila la materia. Igual la naturaleza del planeta tierra. Los animales hacen mucho más que procrear: se comen unos a otros, se dejan morir en las playas o simplemente, un incremento desmesurado de su población, les lleva a la extinción. Y un animal ejemplar de todo esto es el ser humano. Por mucho que el intelectualismo moral y la visión cándida del mundo dicte que la razón siempre nos guía a lo mejor, lo cierto es que no sólo nos equivocamos, sino que elegimos mal a conciencia. O más que mal, elegimos modos, formas o maneras contrarias a los tres preceptos de la Ley Natural. Sólo hay que ver los índices de audiencia de Sálvame.
El hecho de que la vida te trate mal, de manera permanente e implacable, no es ninguna injusticia, simplemente es el imparable devenir de los acontecimientos. Sin embargo, el asesinar a una persona lo vemos como moralmente reprochable y un acto de injusticia mayúscula. Aunque antiguamente hubiese voluntarios para sacrificarse en altares, o la gente sacrificara cruelmente a sus enemigos. ¿Es por una Ley Natural escrita en el genoma del universo? No, tiene pinta de ser una convención social establecida para preservar la especie. Aquino, el Doctor Angélico, ya lo había dicho. Al fin y al cabo somos animales.
La ausencia de un paradigma de la conducta ejemplar es un gran quebradero de cabeza. Todo sistema legal, al ser humano, será un constructo vulnerable al cambio del tiempo y las convenciones sociales. La Justicia queda sumida en el caos de la variabilidad, al tener que justificarse ella misma. Las atrocidades cometidas por Adolf Hitler, Iósif Stalin y otros genocidas sólo tienen cabida ante la crisis que supone el fuerte asidero de una justificación universal, evidente e inmutable. Por eso alguien inventó los Derechos Humanos.